lunes, 4 de julio de 2016

Campos de siega

Rodrigo tiró de las riendas. Desde la visión privilegiada que le daba la altura del caballo podía ver toda la llanura dorada que se extendía ante él. La aldea no era más que un punto en medio de los campos segados. El viaje se había retrasado más de la cuenta y ya no podría ayudar a su familia con la cosecha.
Bajó del caballo y se sentó a la sombra de un gran pino, en medio del ensordecedor canto de las cigarras. Se secó con la manga el sudor de la frente, sacó del talego un trozo de pan y uno de tocino reblandecido y los empezó a comer sin mucha gana, mirando el horizonte que oscilaba y temblaba; como él ante su inminente llegada al hogar familiar.
Desde que partió de casa hacía ya seis años, jamás había faltado a la cita de la siega. Pero ese verano había fallado a su padre, a su promesa.
Guardó de nuevo la comida intragable y se tumbó tapándose la cara con el sombrero. Se echaría una siesta hasta la caída del Sol. 
Quizá su padre le perdone si promete que dará todas las vueltas a la era el sólo, con el nuevo trillo traído de Cantalejo.

Foto: Ana Matesanz

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