lunes, 30 de enero de 2017

Nuez dormida

¿Qué piensa el poeta?
¿Sabrá él pensar?
A su neurona dormida llama,
Porque pensar no puede.
Ella, desperezándose,
Envía un boceto de pensamiento.
¡Señor cerebro, ahí va eso!
Pero aquello,
Igual que una nuez,
Se encierra en el cascarón.
¡Ssssh, el poeta duerme!

Foto: Ana Matesanz

sábado, 14 de enero de 2017

El último viaje

La puerta se cerró tras ella y comenzó a caminar lentamente. Como todas las noches, cuando Sandra le dejaba en casa, se despedían con un beso, cada vez más frío, más ritual. Ya le estaba empezando a pasar con Roberto lo mismo que con sus anteriores parejas.
Sacó las llaves del bolso y abrió el coche. El viejo motor se resistía y sólo arrancó después de que su dueña gritara una palabrota. ¿Por qué siempre elegía hombres sin medio de transporte? Si el coche se estropeaba su relación con Roberto habría acabado, porque viviendo a treinta kilómetros de carretera de montaña, los dos sin coche ni transporte público: fin.
—Puedes comprarte otro  coche —dijo él en una ocasión.
Ni se le había pasado por la cabeza comprárselo él.
Sus anteriores relaciones comenzaban alegres, apasionadas. Sandra las vivía saboreando cada instante que pasaba con ellos, los amaba de manera casi religiosa, adorando a esos hombres que creía que también la adoraban a ella. Hasta que se daba cuenta de su error, no soportaba la decepción y entonces los dejaba. Así una y otra vez.
El coche circulaba en la noche solitaria y oscura de la montaña. Eran las tres de la madrugada y tendría que estar dentro de cinco horas en la oficina. En aquella empresa en la que tanto le costó entrar, en la que había creído que realizaría el sueño de su profesión.  Estuvo quince años dando tumbos de trabajo en trabajo y cuando por fin encontró lo que buscaba, empezaron a desplazarla  poco a poco.
Se dio cuenta que si se acababa su relación con Roberto le daba igual. Si la echaban del trabajo la daba igual. Si el coche se estropeaba le daba igual.
La Luna brillante en lo alto del barranco iluminaba la curva de la carretera.
—Vamos cochecito, pórtate bien por última vez. —Dijo Sandra pisando a fondo el acelerador y sujetando firme el volante para tomar recta aquella curva en lo alto del abismo. 

Foto: Ana Matesanz

jueves, 5 de enero de 2017

El fruto del acebuche

La luz de la hoguera iluminaba el rostro ajado de aquella mujer, más vieja que cualquiera de los ancianos, que la recordaban ya adulta, regresando cargada con los frutos amargos del acebuche, cuando ellos todavía eran niños.
Echó un tronco a la lumbre y se dispuso a hablar.
“La Gran Madre me había bendecido en varias ocasiones hinchando mi vientre, pero aquel niño era el primero que conseguía llegar a caminar. Aquel día  mi hijo se entretenía jugando con los frutos de un acebuche mientras yo recogía setas. Aunque el desagradable sabor le hizo escupir uno que se metió en la boca, se llevó algunos consigo cuando regresamos al poblado, igual que hacía con todo lo que le atraía.
Pasaron dos lunas, un día le vi comer algo que yo no le había dado y parecía agradarle, pero que después expulsó: era un hueso de acebuche.
El niño metió la mano en un cántaro con agua y ante mi sorpresa sacó uno de aquellos frutos que cogió tiempo atrás. Yo esperaba ver una mueca de asco en su cara, pero me extrañé al ver que lo masticaba gustosamente.
Hundí la mano en el líquido buscando más frutos y saqué uno que comí. No estaba amargo sino que tenía un gusto agradable. ¿Podía ser que el agua en el que había estado tanto tiempo le hubiera quitado el amargor?
Quise saberlo y salí a recolectar algunos, me resultó muy complicado porque el invierno estaba ya avanzado y apenas quedaban en las plantas. Los introduje en agua y fui probándolos cada cierto tiempo hasta que vi ya tenían buen sabor.
No dije nada a nadie y cuando los frutos estuvieron de nuevo en los árboles recolecté todos los que pude, ante el asombro de las mujeres que me acompañaban. Los metí en agua y al llegar el tiempo de comerlos me deleité con ellos. Algo me decía que daban mucha salud al cuerpo, ya que mi hijo crecía fuerte y sano. Una noche de invierno lo mostré al clan. Muchos no querían comer los frutos, porque conocían su desagradable sabor, pero los más atrevidos los probaron y disfrutaron.
Fue un gran descubrimiento que nos valió para pasar el frío de los días cortos y que en alguna ocasión hemos intercambiado por productos de otras tribus que no conocen nuestro secreto.” 
Acabado su relato la anciana enmudeció, y sólo salió de su abstracción para coger algo que le ofrecía un niño, quizá hijo del hijo de aquel que metió en agua los frutos del acebuche.

(Acebuche: árbol silvestre del que procede el olivo. El olivo, originario del Mediterráneo Oriental, fue traído a la Península Ibérica por los fenicios. Junto con la vid y los cereales forma la tríada de cultivos en los que se han basado las culturas mediterráneas a lo largo de la historia).

Foto: Ana Matesanz