lunes, 29 de febrero de 2016

La vida en una C


—Cuenta, cuenta los pasos que das al recorrer el camino que te lleva a tus sueños. Cuenta los pasos que das hacia adelante, más no los que retrocedes, si no quieres que ello te lleve de nuevo al comienzo, como si de una “C” se tratara.
El abuelo siempre nos daba sus consejos haciendo similitudes con las letras y los números. No pudo ir a la escuela. No aprendió a leer hasta los veinticinco años, durante las largas noches de invierno, en las que el trabajo del campo daba un descanso. En aquel tiempo, bajo la bombilla de la cocina, al calor de la lumbre, Don Evaristo le descifraba pacientemente los misterios de los garabatos a cambio de un plato de sopa.
A partir de entonces, el abuelo leía todo lo que caía en sus manos, desde octavillas políticas hasta El Quijote, pasando por los periódicos con los que se envolvía el pescado. Para él, todo tenía relación con los números: eres más chulo que un 8, está tan contenta que parece una J, el valle en forma de V a donde llevaba las ovejas a pastar, el rasguño del pantalón con forma de 7, había que arreglar la A (mayúscula) del tejado y así continuamente.
Pero su consejo preferido era la C, la ce mayúscula. Para él la vida tenía que ser como una I mayúscula, recta y decidida; aunque reconocía que algunas circunstancias te obligaban a que fuera como una S, sin rumbo definido. A continuación siempre nos aclaraba levantando un dedo: debes tener cuidado de que la ese no se convierta en una C, porque en ese caso, no avanzas en la vida, retrocedes. La vida es aprender de la experiencia y avanzar. Para evitar tu C suma los pasos que das para alcanzar tus sueños, pero si te ves obligado a retroceder, no los restes, no los tengas en cuenta; porque entonces tu I no fluye libremente sino que se curva hacia la C. Si la C la conviertes en una O, entonces vuelves al inicio, no avanzas. Cuando tu vida se convierte en una O mueres, porque vuelves al origen del que apareciste, al cero, a la nada.

De niño, no entendía el galimatías de letras y números del abuelo. Simplemente me limitaba a escucharle divertido. Pero cuando a los veinticinco años mi vida estuvo a punto de convertirse en una C lo entendí de repente. Más el abuelo hacía tiempo que había completado su O y no pudo escuchar mi agradecimiento.
C 

jueves, 25 de febrero de 2016

Macaón

Macaón vuela al fin libre del capullo que la ha retenido, comprimiéndola a su pesar, durante tanto tiempo.
Sobre la flor de un majuelo, deleitándose con el néctar que por primera vez entra por su trompa, recuerda los lejanos días en que reptaba torpemente.
Era hermosa, una preciosa oruga rayada de negro y amarillo, no como las peludas procesionarias que siempre van en fila. Macaón era solitaria y le gustaba saborear las hojas del hinojo, embriagándose con su olor dulzón. A veces, sobre la perspectiva aérea que le daba su manjar, soñaba con volar como los dientes de león. Pero siempre el miedo le impidió soltarse.
El mismo miedo que mientras era crisálida le haría despertarse cada vez que algo movía la rama a la que estaba sujeta. Entonces era vulnerable, tanto como ahora, con sus grandes alas, con las que vuela hacia una oropéndola, amarilla, hambrienta.


Foto: Miguel Angel Díaz

lunes, 22 de febrero de 2016

Quince minutos

Esta mañana ha cerrado la puerta casi de golpe. No había tiempo para hacerlo con el sigilo habitual. Se encaminó hacia el ascensor con su valiosa carga colgada del hombro y lo esperó durante un interminable medio minuto.
Anoche, la Josefa se empeñó en que se tomara la pastilla para dormir, por eso se había levantado quince minutos más tarde, y por más que quisiera, no podía hacer que el elevador bajara más deprisa los diecisiete pisos que le separaban de su destino. Seguro que Eusebio había llegado antes que él, porque la puerta que oyó cerrarse cuando todavía se estaba calzando era la de su casa.
Cruzó la calle y recorrió la pasarela de madera que le separaba de su meta, para llegar justo en el momento en que la floreada sombrilla de Eusebio se abría sobre su mirada triunfante.
Ese día la Josefa estaría dos metros más atrás de la primera línea de playa.


Foto: Juan Carlos Martínez



Invisible


Ya no podían contar con él, terminó allí su presencia en la vida y en la muerte. Se esfumó para ser la nada un día en que ya no se acordaron de él. Primero se hizo invisible e insonoro, después ya ni se respetaba su silla en la mesa ni se le ponía plato. Y finalmente desapareció de la memoria colectiva como si nunca hubiera existido.

Foto: Ana Matesanz

viernes, 19 de febrero de 2016

Aprendiendo a copiar

- Vamos a ver. ¿Qué es lo que ha pasado hoy en el cole? – preguntó Elisa a la niña que miraba a través de la ventana evitando sus ojos.
- Nada.
- No es eso lo que me ha dicho tu profe.
- Pues si ya lo sabes, ¿por qué me lo preguntas?.
- Por que quiero que me lo digas tú.
Lara continuaba mirando al otro lado del cristal.
- Te estoy hablando, mírame.
La niña hizo lo que le pedían pero no pudo sostener la mirada mucho tiempo y la bajó a sus manos.
- Pues … eso. El examen.
Se balanceaba rítmicamente en la silla provocando un molesto ruido que alteraba a la madre, que tuvo que hacer acopio de todo su autocontrol para no estallar.
- Te han pillado copiando, ¿verdad?.
Lara aceleró el traqueteo de la silla.
- Si – contestó en un susurro.
Elisa la fulminó con la mirada, se levantó de un salto y ya sin contenerse la gritó:
- Te dije que la próxima vez que te pillaran te castigaría. Dos meses sin salir, para que aprendas a hacer chuletas y copiarte con más cuidado de que no te pillen.


Foto: Ana Matesanz

Su preferida

Era la tercera vez que desaparecía en esa semana. Si no la encontraba antes de una hora tendría que partir sin ella. Era su preferida, sin la cuál la música no sonaba igual. Abrió los cajones uno por uno y los volcó llenando todo el suelo de papeles rayados.
Constanza le miraba en silencio mientras amamantaba al más pequeño de sus hijos. Sabía que cuando su marido estaba nervioso era mejor dejarle en paz.
El reloj de pared seguía con su tictac implacable, fijó su mirada en él, quizá iba adelantado. No, las agujas marcaban la misma hora que en la torre de la iglesia.
Resignado se puso los zapatos de hebillas, la mejor de sus casacas y mirándose en el espejo rococó se colocó la peluca empolvada. El duende le fastidiaba continuamente desde que comenzó a escribir esa ópera.
Wolfrang cogió la partitura y un estuche alargado. Estaba seguro de que la representación de esa noche de “La flauta mágica” no sonaría igual sin su batuta preferida.


(Nota: las batutas no se utilizaron hasta el siglo XIX, aquí me he tomado la licencia de ubicarla en el XVIII en que vivió Mozart, protagonista del relato).




Grus grus

Siempre que llega Febrero voy por la calle mirando el cielo y agudizando los oídos, para intentar descubrir un bando de grullas sobrevolando mi barrio, en dirección a los fríos países del norte de Europa en los que crían. 
A finales de octubre comienzan a pasar con sus características formaciones en V, hacia el suroeste, hacia las dehesas extremeñas principalmente. Las grullas sobrevuelan nuestros cielos llamándose entre ellas con un trompeteo tan particular, que les da tanto su nombre común (grulla) como su nombre científico (Grus grus). 
Con su paso por encima de las ciudades, ignorando los edificios de hormigón, nos recuerdan a los urbanitas, que a pesar de nuestro aparente control del entorno, los ciclos de la naturaleza todavía existen, las estaciones se suceden unas a otras y los seres vivos se adaptan a ellas. 
Algunos años voy a verlas a Gallocanta, la laguna aragonesa en la que se reúnen miles de ellas al llegar a la Península Ibérica, y de nuevo cuando regresan al norte, empujadas por las hormonas, que las apremian para que, luchando contra las tempestades invernales, den una nueva vida. Un pollo, que ya crecido, el año que viene acompañe a sus padres y junto con ellos sobrevuele nuestros campos y ciudades.


Claro que es una estampa idílica ver a estas elegantes aves en los encinares, en su ambiente natural. Pero imaginaos una imagen formada por edificios, bullicio de coches y multitud de personas que no miran al cielo, porque están muy ocupadas con las pantallas de los móviles, los escaparates y su ajetreada vida. Imaginaos sobre la escena anterior varios bandos de grullas, quizá doscientas o trescientas, en perfecta formación de V. De pronto se reúnen y comienzan a dar vueltas, buscando una corriente térmica que les suba como un ascensor, entonces  formarán de nuevo y continuarán el viaje. Si agudizamos el oído percibiremos su potente voz y nos sorprenderá que pueda oírse por encima del ruido de los motor de los coches.
Pero la gente no las ve ni las oye, porque inmersos en nuestra vida de ciudad nos hemos ido alejando de la naturaleza. 
Incluso estamos perdiendo el otoño, porque cada año se podan los árboles más salvajemente, dejando un muñon de madera pinchado en el diminuto trozo de tierra que hay en las aceras. Ya casi no conocemos lo que son las hojas secas de un árbol, porque se cortan las ramas antes de que comiencen a caer. Estamos perdiendo las praderas cubiertas de un manto de hojas secas; y la belleza de un árbol desnudo en invierno, un árbol que no ha sido podado o lo ha sido con cariño, como se debe cuidar a un ser vivo.

Sí, el vuelo de las grullas sobre las ciudades es algo más que la simple visión de un viaje. Es el recordatorio, para quienes lo quieran ver, de que la vida continúa fuera de las ciudades, de que en el campo todavía existe naturaleza y de que esta continúa con sus ciclos. 


Foto: Juan Carlos Martínez

martes, 16 de febrero de 2016

Invierno

Foto: Juan Carlos Martínez



INVIERNO

Cuando el viento gélido y cortante
anuncia la llegada del manto blanco
Que vestirá campos y cumbres.
Y los cielos plomizos
Cubran lagos de hielo y mañanas escarchadas.

Cuando la vida latente se esconda en crisálidas
O grietas cubiertas del cristal helado.
Y los árboles desnudos
nos descubran su magnífico esqueleto.

Cuando las noches estrelladas
Nos muestren un firmamento profundo,
Insondable.

Cuando al calor de la lumbre
relatemos cuentos en veladas interminables
y las pesadas mantas aplasten cálidamente nuestro sueño.

Entonces,
podremos decir que el invierno ha llegado.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Comienza la andadura

     Me llamo Ana y con esta entrada doy por inaugurado el blog en el que iré escribiendo relatos, opiniones personales o anécdotas que vayan surgiendo a lo largo del tiempo. Y la primera de ellas será una reflexión sobre lo que es escribir.

     Escribir es jugar a ser dioses que crean mundos, levantan montañas y desvían el cauce de los ríos.
     Escribir es hacer que un nombre, un simple grupo de sílabas, se convierta en un ser vivo que llora y ríe, ama y odia, mata y muere. Y después de morir, jugar con el tiempo para que ese nombre vuelva a la vida garabateado en las páginas hechas con la madera que un día fue árbol vivo, otro ser vivo.