viernes, 19 de febrero de 2016

Grus grus

Siempre que llega Febrero voy por la calle mirando el cielo y agudizando los oídos, para intentar descubrir un bando de grullas sobrevolando mi barrio, en dirección a los fríos países del norte de Europa en los que crían. 
A finales de octubre comienzan a pasar con sus características formaciones en V, hacia el suroeste, hacia las dehesas extremeñas principalmente. Las grullas sobrevuelan nuestros cielos llamándose entre ellas con un trompeteo tan particular, que les da tanto su nombre común (grulla) como su nombre científico (Grus grus). 
Con su paso por encima de las ciudades, ignorando los edificios de hormigón, nos recuerdan a los urbanitas, que a pesar de nuestro aparente control del entorno, los ciclos de la naturaleza todavía existen, las estaciones se suceden unas a otras y los seres vivos se adaptan a ellas. 
Algunos años voy a verlas a Gallocanta, la laguna aragonesa en la que se reúnen miles de ellas al llegar a la Península Ibérica, y de nuevo cuando regresan al norte, empujadas por las hormonas, que las apremian para que, luchando contra las tempestades invernales, den una nueva vida. Un pollo, que ya crecido, el año que viene acompañe a sus padres y junto con ellos sobrevuele nuestros campos y ciudades.


Claro que es una estampa idílica ver a estas elegantes aves en los encinares, en su ambiente natural. Pero imaginaos una imagen formada por edificios, bullicio de coches y multitud de personas que no miran al cielo, porque están muy ocupadas con las pantallas de los móviles, los escaparates y su ajetreada vida. Imaginaos sobre la escena anterior varios bandos de grullas, quizá doscientas o trescientas, en perfecta formación de V. De pronto se reúnen y comienzan a dar vueltas, buscando una corriente térmica que les suba como un ascensor, entonces  formarán de nuevo y continuarán el viaje. Si agudizamos el oído percibiremos su potente voz y nos sorprenderá que pueda oírse por encima del ruido de los motor de los coches.
Pero la gente no las ve ni las oye, porque inmersos en nuestra vida de ciudad nos hemos ido alejando de la naturaleza. 
Incluso estamos perdiendo el otoño, porque cada año se podan los árboles más salvajemente, dejando un muñon de madera pinchado en el diminuto trozo de tierra que hay en las aceras. Ya casi no conocemos lo que son las hojas secas de un árbol, porque se cortan las ramas antes de que comiencen a caer. Estamos perdiendo las praderas cubiertas de un manto de hojas secas; y la belleza de un árbol desnudo en invierno, un árbol que no ha sido podado o lo ha sido con cariño, como se debe cuidar a un ser vivo.

Sí, el vuelo de las grullas sobre las ciudades es algo más que la simple visión de un viaje. Es el recordatorio, para quienes lo quieran ver, de que la vida continúa fuera de las ciudades, de que en el campo todavía existe naturaleza y de que esta continúa con sus ciclos. 


Foto: Juan Carlos Martínez

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