Marina
paseaba descalza por la playa sintiendo en sus pies la tibieza de la arena. De
vez en cuando una fría ola la alcanzaba recordando que todavía no había acabado
el invierno. Dentro de unos meses esa playa desierta se llenaría de sombrillas
multicolores y en lugar de conchas y bolas de posidonia habría plásticos por la
tarde y nada de madrugada.
Un
ligero pinchazo en la planta del pie la hizo estremecerse. Buscó lo que la
había lastimado. Era una concha, y al desenterrarla salio tras ella un cordón
de cuero enganchado. El nácar resplandecía al Sol rivalizando con el brillo del
mar al que quizá quería regresar.
En
sus doce años Marina había reunido muchas cosas traídas por las olas, pero ese
brillo tornasolado no lo había visto antes. No podía encerrarlo en una caja de
cartón.
Quitó
cuidadosamente el cordón, miró de nuevo la concha y la lanzó al mar lo más
lejos que pudo.
—Regresa
a tu casa que ya se que no es la mía.
Foto: Ana Matesanz
1 comentario:
un escrito fresco y vital.
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