No
me apetecía nada remover el pasado, pero habría que subir al desván y en medio
de un mar de polvo y cortinas de telaraña echar a un rincón los trastos a tirar
y guardar en cajas los recuerdos.
Trastos
y trastos que la abuela guardaba desde su niñez, fotos en blanco y negro roídas
por los ratones, en las que aparecían personas, desconocidas para mí, con
largas vestiduras y cuellos almidonados.
Uno
de los baúles estaba lleno de ropa de lino, que en un tiempo debió de ser
blanca. Fui sacando una a una las prendas, por ver si se podrían aprovechar
como vestuario de teatro o para entregarlas a la caridad. Algo cayó al suelo
con un sonido metálico y a la luz del ventanuco brilló una cajita rectangular.
Me pareció reconocer el estuche que la abuela llevaba siempre consigo. Nunca
supe que era, ahora tenía la oportunidad de averiguarlo. Inspiré profundamente
dispuesta a abrir la tapa que parecía resistirse, raspando.
Por
fin, aquella jeringa explicaba, al cabo de los años, por qué la abuela jamás
comía los exquisitos pasteles que nos hacía en las largas tardes de invierno.
Foto: Ana Matesanz
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