lunes, 10 de diciembre de 2018

Despierta


—¡Eh, phss-phss! Despierta.
Que a gusto estaba, por fin un momento de relax en el sofá tras una larga jornada de trabajo. ¿Quién le hablaba ahora, si estaba sólo en casa?
—¡Eh, phss-phss! No te duermas y sigue leyendo.
No eran voces en sueños, lo oía de verdad. Abrió los ojos. Ante sí, aquel libro de título impronunciable que había empezado hacía diez años.
—Déjame en paz, que quiero dormir.
—Soy un libro para leer, para que sueñes historias, no para que duermas las tuyas.
—Como libro no sirves para nada, pero como somnífero eres el mejor que he probado. Así que calla como hacen todos los libros.
Baltasar colocó ante sí las páginas centrales, blancas y garabateadas de forma minúscula. Las letras se empezaron a emborronar poco a poco, flotando como una nube que se acercaba y alejaba hasta que se detuvo ante su vista; y cerró los ojos.
—¡Eh, psh-psh! Despierta.


Foto: Ana Matesanz



viernes, 9 de noviembre de 2018

A la luz de la noche


En las estrechas calles,
la vida despierta bajo la Luna y la bombilla.
Se llena de amores ocultos
y juegos infantiles.
En la tibia velada,
las ventanas abren vidas
que muestran en escaparates de verano
los secretos de invierno.
Días de calima y sopor,
noches de vida y pasión.
Las bombillas prolongan el Sol
y la ciudad recupera,
en clara noche primaveral,
las oscuras tardes de invierno.
Foto: Ana Matesanz


sábado, 29 de septiembre de 2018

Cuentos del reloj

En esta ocasión voy a hacer una versión del un poema que ya publiqué en este blog en marzo del 2016.

Cenicienta bailó con sus zapatos de cristal
los ratones se comieron el queso
Ricitos de Oro la sopa.
Bambi pastó la hierba
Peter Pan voló.
Y yo,
crecí.
Maduré más
Peter Pan caminó
Bambi dirigió el rebaño
Ricitos de Oro cocinó sopa
Los ratones cayeron en la trampa
Cenicienta caminó con sus zapatos de cuero






viernes, 28 de septiembre de 2018

Sobre mí

Foto: J. Carlos Martínez


Me encanta contar historias y que me las cuenten. Crear mundos posiblemente reales o no tanto.
Unir, hilar detalles aparentemente distantes y ver que no se dan la espalda. Que ciencia y poesía van de la mano si yo quiero.
Indago en leyendas ya olvidadas y las traigo al presente, disfrutando con su magia en este mundo tecnológico. Para llegar a la esencia de lo natural en el vuelo de un ave o una mota de polvo.
Me gusta descubrir lo oculto, que a veces es tan evidente que lo pasamos por alto. Que la visión de un mínimo rayo de luz te puede tocar la vena sensible más que un paisaje grandioso.
Me atrae lo rudimentario, lo imperfecto. Pero no aquello a lo que le falta el buen gusto. Aunque en alguna ocasión, ¿por qué no?, también me deleito con lo refinado.
Rehuyo los extremos y auno tradición e innovación, sabiendo que no hay incoherencia en eso.
Procuro escapar al campo, recrearme en la naturaleza, que es el origen, lo que nos sustenta y a la que estamos dañando peligrosamente. Ella, la natura, inspira muchos de mis relatos, cuentos y canciones.

domingo, 19 de agosto de 2018

El más pequeño


Quiso el Sol de Agosto nacer un nuevo día sobre el campo de flores grandes como arbustos. En la gran llanura cubierta de girasoles secos, al lado de la cuneta, crecía uno de ellos. Todavía era amarillo y las abejas visitaban a diario sus innumerables flores diminutas. Crecía en un rincón de tierra baldía y ello le había impedido crecer rápido como sus compañeros; siempre había sido el pequeño, el olvidado de los insectos y al que le quitaban el alimento de la tierra.
Pero ahora, los demás habían sucumbido ante el peso de su enorme cabeza llena de pipas, y él era el único que daba un poco de luz al campo seco.
Esa mañana asomó por el camino una cosechadora enorme, ruidosa, y sin más pasó a su lado. Empezó a rodar sobre el terreno, recolectando las pipas que habían dado su razón de ser a los girasoles.
A mediodía, a un lado de la cuneta, un único girasol crecía orgulloso, mostrando al astro rey su cara amarilla. “Ahora soy el más grande y hermoso”.

Foto: Ana Matesanz

viernes, 3 de agosto de 2018

El hijo del silencio


—¡Urania me acabo de enterar de que te has metido en mi terreno! —gritó Euterpe entrando veloz en el templo.
Su hermana, con un gran compás, dibujaba círculos en la arena, en medio de varias lucernas.
—¿De qué hablas?
—¡De Pitágoras! Que ha puesto música a los planetas.
—¡Ah sí! Pero le he inspirado que los llame esferas.
—Me da igual cómo se llamen. La música es cosa mía. Tú dedícate a la astronomía.
—¡Tú no le podías atender porque estabas en el Parnaso con Apolo, tocando la lira y todo lo que hiciese ruido.
—¡Música, estábamos haciendo música!
—Llámalo como quieras Euterpe. Pero si hubieras visto entonces al pobre Pitágoras. Se pasaba todas las noches mirando al cielo y pidiendo silencio. Y yo por más que lo intentaba no conseguía darle ideas —Urania se sacudía la arena que había entre los pliegues del peplos—. Una noche convencí a Urano de que lanzara una estrella fugaz delante de él, a ver si se le ocurría algo. Pero sólo conseguí que se estrellara en el tejado de una casa.
—Ninguna idea tuya es buena Urania. Porque recuerda que ahora todos los griegos piensan que el teorema que Pitágoras robó a los egipcios es suyo.
—Pero qué más da. Fue idea suya el copiarlo y llevarlo a Atenas. Ven a verle y no hagas ruido con tu flautita.
Las dos musas se asomaron al ventanal del templo. Afuera, iluminado por la Luna, el sabio miraba al firmamento salpicado de puntos luminosos. Tenía una mano detrás de la oreja, intentando escuchar algo proveniente de arriba. A su lado una cuerda sujeta a una tabla. Pitágoras tocó la cuerda que sonó en la noche y escuchó el cielo. Volvió a tañer el monocordio y volvió a escuchar. Así varias veces.
—Es feliz —dijo Urania—. Ahora, además del silencio escucha la música de las esferas.
—Que sea la última vez que inspiras música a un matemático —respondió Euterpe—. Esto es cosa mía.
—¡Y yo que culpa tengo de que este hombre sepa de todo!

(a Pitágoras, matemático y músico de la Grecia antigua, se le conocía como el hijo del silencio, por el gran valor que daba al silencio)

Foto: Juan Carlos Martínez y Ana Matesanz


lunes, 16 de julio de 2018

La abeja


Buscaba por arriba y por abajo. Por la derecha y la izquierda. Nada, no había la más mínima rendija. Afuera estaban las flores con polen y la colmena. Por fin descubrió que pasaba luz por un agujero en el que cabía su cuerpo diminuto. El insecto se dirigió hacia él y mientras traspasaba el ojo de la cerradura la mujer metió la llave.


Foto: Ana Matesanz




lunes, 2 de julio de 2018

La mosca y la sardina

Llega el ascensor, se abre la puerta y comienzan a salir, como en “Una noche en la ópera”, cuerpos de todos los tamaños. Cuando por fin el vehículo comienza su trayecto ascendente, un siseo me rodea posándose en mi nariz. ¡Ya está de nuevo aquí la puta mosca de todos los días!
El ascensor se para en el segundo y entra el pescadero.
—¿Bajas?
—No, subo.
—Bueno no importa, subo y luego bajo.
Me alejo todo lo posible, pero el aroma marino es demasiado potente y por más que me aplasto contra la pared este no se aleja.
La mosca cambia mi nariz por la del vecino, al que parece no molestarle su nuevo huésped.
Tercer piso: huele a sardinas.
Cuarto: no, a merluza. Y ha comido cocido.
Quinto: la mosca se ha levantado, espero que no venga  a mí.
Sexto: me voy a marear.
Séptimo: ¡por fin! ¿Y ahora por qué no se abre la puerta?

Foto: Ana Matesanz



lunes, 18 de junio de 2018

Reseña de Ispalam

Siempre es agradable saber que alguien ha leído tu libro. La historia en la que has estado trabajando tantas y tantas horas, quitándole tiempo a otras partes y personas de tu vida. Para crear un mundo y unos personajes a los que dar la existencia.
Cuando alguien te dice: "me gusta la historia que has hecho", te da el mejor de los premios.

Este es el enlace al blog de Los libros de Noe, en el que habla de "Ispalam"


Foto: J. Carlos Martínez


miércoles, 2 de mayo de 2018

Premio de relato corto y fotografía

   El día 21 de abril tuve el honor de recoger el premio conseguido por mi participación en el concurso "Una imagen y mil palabras", organizado por el Museo del Paloteo, Centro de interpretación del folklore, de San Pedro de Gaíllos (Segovia). 
   Os dejo el relato y la fotografía ganadores.


 CAMPOS DE SIEGA

Manuel tiró de las riendas. Desde la altura del carro, podía ver toda la llanura que se extendía ante él. El pueblo no era más que un punto en medio de los campos segados. El viaje se había retrasado más de la cuenta y ya no podría ayudar a su familia con la cosecha.
Saltó a tierra y se sentó a la sombra de un gran pino, en medio del ensordecedor canto de las cigarras. Limpió con la manga el sudor de su frente, sacó del talego un trozo de pan y uno de tocino reblandecido; después los empezó a comer sin mucha gana, mirando el horizonte que temblaba. Como él ante su inminente llegada al hogar familiar.
Desde que partió de casa hacía ya seis años, jamás había faltado a la cita de la siega. Pero ese verano había fallado a su padre, a su promesa. El siguiente volvería a fallar y quizá todos los demás. Cuando aceptó el trabajo en la fábrica supo que ello le supondría no volver en los veranos. Guardó de nuevo la comida intragable y se tumbó tapando la cara con el sombrero para echar una siesta hasta la caída del Sol.
Quizá su padre le perdone si promete que dará todas las vueltas a la era él sólo, con el nuevo trillo comprado en Cantalejo. Y cuando le regale el carro con la pareja de machos, que no puede meter en el piso de Madrid, con el que fue hasta tierras andaluzas para trabajar de jornalero. Allí conoció a la Conchi, que le esperaba en casa, embarazada.
El sueño no llegaba, sacó la bota y bebió del vino áspero, como lo sería la respuesta de su padre.  En la ciudad echaba de menos la eterna canícula de verano, allí había humo pero no trigo. Sonaron lejanas las campanas, llamándole, apremiando su llegada. El señor cura se alegraría de verle entrar en la iglesia, pero no le iba a contar que cuando estaba lejos del pueblo no iba a misa.
Sí, daría todas las vueltas a la era él sólo, en aquel pedazo de tierra que tenía tallada en su alma. Durante un mes iba a ser el Manuel de antes. Y después, al volver a la capital sería el adulto en que se había convertido; a la Conchi ya se la notaría la barriga. Sería padre.
   El horizonte temblaba. Las campanas sonaban. Manuel subió al carro y enfiló el camino al pueblo, a su padre, a su madre y a los hermanos. 

Foto: Ana Matesanz

miércoles, 25 de abril de 2018

Un lugar muy alto


“Poesía y nada más” es el título del libro blanco, colocado en la balda pegada al techo. Está gastado y tiene muchas hojas despegadas. Lleva allí más de seis años, arrinconado por los libros técnicos que lo fueron subiendo a lo largo de la carrera, porque querían ser más cómodos de coger.
Hay que sacar todos los libros y meterlos en cajas para la mudanza. “Poesía y nada más” se deja caer y desparrama las hojas sueltas por el suelo. Ahora sus versos están más a la vista que las fórmulas y los algoritmos.
Marta se agacha y coge un poema al azar, se sienta en el suelo y lo lee, como entonces.

Foto: Ana Matesanz


miércoles, 21 de marzo de 2018

Panteón familiar

—Acuérdate de lanzar mis cenizas al mar —le había dicho en su lecho de muerte.
Pero ¿cómo iba ella a dejar el nicho vacío? Había estado pagando durante gran parte de su vida el panteón familiar que compraron sus padres. Ahí estaban enterrados ellos y cuando llegara el momento ese sería su lugar. El sitio de su marido era allí, en el panteón, esperándola.
No, ella no lo llevaría al mar; no le dejaría reunirse con la sirena de larga cabellera dorada con la que le vio en aquella playa.


Foto: Ana Matesanz

martes, 20 de febrero de 2018

Mermelada

Caperucita llamó a la puerta, pero nadie abrió. Se encogió de hombros y volvió al bosque. Se sentó al borde de su manantial favorito, sacó las viandas de la cesta y las colocó sobre la hierba. Untó el pan con la mermelada, se echó la caperuza hacia atrás y dio por fin el mordisco que su madre la prohibía dar.

Foto: Ana Matesanz

lunes, 12 de febrero de 2018

Blanca cortina

Alfa se asomó a la boca de la guarida, fuera seguía todo igual: una blanca cortina susurrante que apenas dejaba ver los árboles del bosque. Miró a los cachorros, ya no tenían bastante con la leche de su madre y había que salir a cazar para alimentarles. Esta vez lo haría sólo, pues su compañera, malherida por un jabalí, no estaba en condiciones de acompañarlo.
El lobo salió al exterior, pero la ladera estaba resbaladiza y caminar por allí era difícil. Las nubes seguían soltando su contenido sobre los árboles y estos lo dejaban caer sobre Alfa, dejando su pelambrera pegada al cuerpo, como si acabara de salir del río.
No se veía rastro de vida y finalmente desistió de su empeño. Debería regresar a la confortable y seca cueva, vacío y hambriento.

Foto: Juan Carlos Martínez

lunes, 29 de enero de 2018

Tic-tac

—¡Tic-tac, tic-tac! —murmuraba Eladio sentado en una silla frente al fregadero.
—Pero abuelo, deja ya de mirar el grifo—le reprochó Roberto cogiendo una manzana del frutero.
—Sshh. Calla que no lo oigo. Tic-tac, tic-tac.
—¿Qué no oyes el qué? —preguntó el joven.
—¡Qué va a ser… el tiempo! Escucha. Tic-tac, tic-tac.
—Pero si no tenemos reloj en la cocina, abuelo.
—Yo no he dicho reloj, he dicho el tiempo.
—¡Anda ya, si el tiempo pasa, no suena —dijo el nieto. Y mordió la manzana tan fuerte que resonó en toda la cocina.
—¡Que sí Roberto! Deja ya de hacer ruido y acércate.
El anciano se levantó de la silla y acercó el oído al grifo que goteaba, indicando al chico que hiciera lo mismo. Los dos, joven y viejo, juntaron sus cabezas. Escucharon.
—Yo sólo oigo las gotas de agua cuando caen, abuelo.
—¡Pues eso! Ese es el sonido del tiempo que se va por el desagüe. Tic-tac, tic-tac.

Foto: Juan Carlos Martínez