Quiso el Sol de Agosto nacer un nuevo día sobre el
campo de flores grandes como arbustos. En la gran llanura cubierta de girasoles
secos, al lado de la cuneta, crecía uno de ellos. Todavía era amarillo y las
abejas visitaban a diario sus innumerables flores diminutas. Crecía en un
rincón de tierra baldía y ello le había impedido crecer rápido como sus
compañeros; siempre había sido el pequeño, el olvidado de los insectos y al que
le quitaban el alimento de la tierra.
Pero ahora, los demás habían sucumbido ante el peso
de su enorme cabeza llena de pipas, y él era el único que daba un poco de luz
al campo seco.
Esa mañana asomó por el camino una cosechadora
enorme, ruidosa, y sin más pasó a su lado. Empezó a rodar sobre el terreno,
recolectando las pipas que habían dado su razón de ser a los girasoles.
A mediodía, a un lado de la cuneta, un único
girasol crecía orgulloso, mostrando al astro rey su cara amarilla. “Ahora soy
el más grande y hermoso”.
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