La
luz de la hoguera iluminaba el rostro ajado de aquella mujer, más vieja que
cualquiera de los ancianos, que la recordaban ya adulta, regresando cargada con
los frutos amargos del acebuche, cuando ellos todavía eran niños.
Echó
un tronco a la lumbre y se dispuso a hablar.
“La
Gran Madre me había bendecido en varias ocasiones hinchando mi vientre, pero
aquel niño era el primero que conseguía llegar a caminar. Aquel día mi hijo se entretenía jugando con los frutos
de un acebuche mientras yo recogía setas. Aunque el desagradable sabor le hizo
escupir uno que se metió en la boca, se llevó algunos consigo cuando regresamos
al poblado, igual que hacía con todo lo que le atraía.
Pasaron
dos lunas, un día le vi comer algo que yo no le había dado y parecía agradarle,
pero que después expulsó: era un hueso de acebuche.
El
niño metió la mano en un cántaro con agua y ante mi sorpresa sacó uno de
aquellos frutos que cogió tiempo atrás. Yo esperaba ver una mueca de asco en su
cara, pero me extrañé al ver que lo masticaba gustosamente.
Hundí
la mano en el líquido buscando más frutos y saqué uno que comí. No estaba amargo
sino que tenía un gusto agradable. ¿Podía ser que el agua en el que había
estado tanto tiempo le hubiera quitado el amargor?
Quise
saberlo y salí a recolectar algunos, me resultó muy complicado porque el
invierno estaba ya avanzado y apenas quedaban en las plantas. Los introduje en
agua y fui probándolos cada cierto tiempo hasta que vi ya tenían buen sabor.
No
dije nada a nadie y cuando los frutos estuvieron de nuevo en los árboles
recolecté todos los que pude, ante el asombro de las mujeres que me
acompañaban. Los metí en agua y al llegar el tiempo de comerlos me deleité con ellos.
Algo me decía que daban mucha salud al cuerpo, ya que mi hijo crecía fuerte y
sano. Una noche de invierno lo mostré al clan. Muchos no querían comer los
frutos, porque conocían su desagradable sabor, pero los más atrevidos los
probaron y disfrutaron.
Fue
un gran descubrimiento que nos valió para pasar el frío de los días cortos y que
en alguna ocasión hemos intercambiado por productos de otras tribus que no
conocen nuestro secreto.”
Acabado
su relato la anciana enmudeció, y sólo salió de su abstracción para coger algo
que le ofrecía un niño, quizá hijo del hijo de aquel que metió en agua los frutos
del acebuche.
(Acebuche:
árbol silvestre del que procede el olivo. El olivo, originario del Mediterráneo Oriental, fue traído a la Península Ibérica por los fenicios. Junto con la vid y los cereales forma la tríada de cultivos en los que se han basado las culturas mediterráneas
a lo largo de la historia).
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Foto: Ana Matesanz |