sábado, 14 de enero de 2017

El último viaje

La puerta se cerró tras ella y comenzó a caminar lentamente. Como todas las noches, cuando Sandra le dejaba en casa, se despedían con un beso, cada vez más frío, más ritual. Ya le estaba empezando a pasar con Roberto lo mismo que con sus anteriores parejas.
Sacó las llaves del bolso y abrió el coche. El viejo motor se resistía y sólo arrancó después de que su dueña gritara una palabrota. ¿Por qué siempre elegía hombres sin medio de transporte? Si el coche se estropeaba su relación con Roberto habría acabado, porque viviendo a treinta kilómetros de carretera de montaña, los dos sin coche ni transporte público: fin.
—Puedes comprarte otro  coche —dijo él en una ocasión.
Ni se le había pasado por la cabeza comprárselo él.
Sus anteriores relaciones comenzaban alegres, apasionadas. Sandra las vivía saboreando cada instante que pasaba con ellos, los amaba de manera casi religiosa, adorando a esos hombres que creía que también la adoraban a ella. Hasta que se daba cuenta de su error, no soportaba la decepción y entonces los dejaba. Así una y otra vez.
El coche circulaba en la noche solitaria y oscura de la montaña. Eran las tres de la madrugada y tendría que estar dentro de cinco horas en la oficina. En aquella empresa en la que tanto le costó entrar, en la que había creído que realizaría el sueño de su profesión.  Estuvo quince años dando tumbos de trabajo en trabajo y cuando por fin encontró lo que buscaba, empezaron a desplazarla  poco a poco.
Se dio cuenta que si se acababa su relación con Roberto le daba igual. Si la echaban del trabajo la daba igual. Si el coche se estropeaba le daba igual.
La Luna brillante en lo alto del barranco iluminaba la curva de la carretera.
—Vamos cochecito, pórtate bien por última vez. —Dijo Sandra pisando a fondo el acelerador y sujetando firme el volante para tomar recta aquella curva en lo alto del abismo. 

Foto: Ana Matesanz

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