La
puerta se cerró tras ella y comenzó a caminar lentamente. Como todas las
noches, cuando Sandra le dejaba en casa, se despedían con un beso, cada vez más
frío, más ritual. Ya le estaba empezando a pasar con Roberto lo mismo que con
sus anteriores parejas.
Sacó
las llaves del bolso y abrió el coche. El viejo motor se resistía y sólo
arrancó después de que su dueña gritara una palabrota. ¿Por qué siempre elegía
hombres sin medio de transporte? Si el coche se estropeaba su relación con Roberto
habría acabado, porque viviendo a treinta kilómetros de carretera de montaña,
los dos sin coche ni transporte público: fin.
—Puedes
comprarte otro coche —dijo él en una
ocasión.
Ni
se le había pasado por la cabeza comprárselo él.
Sus
anteriores relaciones comenzaban alegres, apasionadas. Sandra las vivía
saboreando cada instante que pasaba con ellos, los amaba de manera casi
religiosa, adorando a esos hombres que creía que también la adoraban a ella. Hasta
que se daba cuenta de su error, no soportaba la decepción y entonces los
dejaba. Así una y otra vez.
El
coche circulaba en la noche solitaria y oscura de la montaña. Eran las tres de
la madrugada y tendría que estar dentro de cinco horas en la oficina. En
aquella empresa en la que tanto le costó entrar, en la que había creído que
realizaría el sueño de su profesión.
Estuvo quince años dando tumbos de trabajo en trabajo y cuando por fin encontró
lo que buscaba, empezaron a desplazarla poco a poco.
Se
dio cuenta que si se acababa su relación con Roberto le daba igual. Si la
echaban del trabajo la daba igual. Si el coche se estropeaba le daba igual.
La
Luna brillante en lo alto del barranco iluminaba la curva de la carretera.
—Vamos
cochecito, pórtate bien por última vez. —Dijo Sandra pisando a fondo el
acelerador y sujetando firme el volante para tomar recta aquella curva en lo
alto del abismo.
Foto: Ana Matesanz |
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