Habían pasado años, muchos años, desde aquella noche en que
toda la familia fuimos al bosque y enterramos a la abuela bajo el gran castaño.
Papá se tuvo que inventar una historia para justificar la desaparición del
cuerpo y evitar que metieran a su madre en el cementerio.
No había ninguna marca de su tumba. Nada indicaba que bajo la
alfombra de hojas, una mujer, que había amado esa tierra, más que nada en su
vida, se fusionaba con ella, para convertirse en ella misma. Con los hongos,
insectos y microbios como cómplices, ya estaba en todas partes y en ninguna. Aunque
quizá el minúsculo castaño que había brotado en primavera, justo donde ella
estaba, quizá…, quien sabe si…
Foto: Ana Matesanz |
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