Rodrigo
tiró de las riendas. Desde la visión privilegiada que le daba la altura del
caballo podía ver toda la llanura dorada que se extendía ante él. La aldea no
era más que un punto en medio de los campos segados. El viaje se había
retrasado más de la cuenta y ya no podría ayudar a su familia con la cosecha.
Bajó
del caballo y se sentó a la sombra de un gran pino, en medio del ensordecedor
canto de las cigarras. Se secó con la manga el sudor de la frente, sacó del
talego un trozo de pan y uno de tocino reblandecido y los empezó a comer sin
mucha gana, mirando el horizonte que oscilaba y temblaba; como él ante su inminente
llegada al hogar familiar.
Desde
que partió de casa hacía ya seis años, jamás había faltado a la cita de la
siega. Pero ese verano había fallado a su padre, a su promesa.
Guardó
de nuevo la comida intragable y se tumbó tapándose la cara con el sombrero. Se
echaría una siesta hasta la caída del Sol.
Quizá su padre le perdone si promete
que dará todas las vueltas a la era el sólo, con el nuevo trillo traído de
Cantalejo.
Foto: Ana Matesanz |
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