Era la tercera
vez que desaparecía en esa semana. Si no la encontraba antes de una hora tendría
que partir sin ella. Era su preferida, sin la cuál la música no sonaba igual.
Abrió los cajones uno por uno y los volcó llenando todo el suelo de papeles
rayados.
Constanza le
miraba en silencio mientras amamantaba al más pequeño de sus hijos. Sabía que
cuando su marido estaba nervioso era mejor dejarle en paz.
El reloj de
pared seguía con su tictac implacable, fijó su mirada en él, quizá iba
adelantado. No, las agujas marcaban la misma hora que en la torre de la
iglesia.
Resignado se
puso los zapatos de hebillas, la mejor de sus casacas y mirándose en el espejo
rococó se colocó la peluca empolvada. El duende le fastidiaba continuamente desde
que comenzó a escribir esa ópera.
Wolfrang cogió
la partitura y un estuche alargado. Estaba seguro de que la representación de
esa noche de “La flauta mágica” no sonaría igual sin su batuta preferida.
(Nota: las batutas no se
utilizaron hasta el siglo XIX, aquí me he tomado la licencia de
ubicarla en el XVIII en que vivió Mozart, protagonista del relato).
1 comentario:
Pobre Amadeus, que vida tan ajetreada, lo poco que vivió y lo que le cundió.
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