—Cuenta, cuenta
los pasos que das al recorrer el camino que te lleva a tus sueños. Cuenta los
pasos que das hacia adelante, más no los que retrocedes, si no quieres que ello
te lleve de nuevo al comienzo, como si de una “C” se tratara.
El abuelo siempre nos daba sus consejos
haciendo similitudes con las letras y los números. No pudo ir a la escuela. No
aprendió a leer hasta los veinticinco años, durante las largas noches de
invierno, en las que el trabajo del campo daba un descanso. En aquel tiempo,
bajo la bombilla de la cocina, al calor de la lumbre, Don Evaristo le
descifraba pacientemente los misterios de los garabatos a cambio de un plato de
sopa.
A partir de entonces, el abuelo leía todo
lo que caía en sus manos, desde octavillas políticas hasta El Quijote, pasando
por los periódicos con los que se envolvía el pescado. Para él, todo tenía
relación con los números: eres más chulo que un 8, está tan contenta que parece
una J, el valle en forma de V a donde llevaba las ovejas a pastar, el rasguño
del pantalón con forma de 7, había que arreglar la A (mayúscula) del tejado y
así continuamente.
Pero su consejo preferido era la C, la ce
mayúscula. Para él la vida tenía que ser como una I mayúscula, recta y
decidida; aunque reconocía que algunas circunstancias te obligaban a que fuera como
una S, sin rumbo definido. A continuación siempre nos aclaraba levantando un
dedo: debes tener cuidado de que la ese no se convierta en una C, porque en ese
caso, no avanzas en la vida, retrocedes. La vida es aprender de la experiencia
y avanzar. Para evitar tu C suma los pasos que das para alcanzar tus sueños,
pero si te ves obligado a retroceder, no los restes, no los tengas en cuenta;
porque entonces tu I no fluye libremente sino que se curva hacia la C. Si la C
la conviertes en una O, entonces vuelves al inicio, no avanzas. Cuando tu vida
se convierte en una O mueres, porque vuelves al origen del que apareciste, al
cero, a la nada.
De niño, no entendía el galimatías de
letras y números del abuelo. Simplemente me limitaba a escucharle divertido.
Pero cuando a los veinticinco años mi vida estuvo a punto de convertirse en una
C lo entendí de repente. Más el abuelo hacía tiempo que había completado su O y
no pudo escuchar mi agradecimiento.
C
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