Se arrebuñó
en el hueco de la roca, como todos los anocheceres, pero esa vez era diferente
porque lo hacía hinchada con el ratón que había comido esa tarde. Le costó
mucho tragar aquel roedor que luchaba por escapar de sus fauces. Había esperado
largo rato en la boca de la madriguera, enroscada en la rama de un arbusto, oliendo
el aire con su lengua bífida. El calor de mediodía por fin le templaba el
cuerpo frío, inerte en las primeras mañanas de otoño. Y ese alba fue
especialmente gélido para un reptil, quizá, si el día acababa con una larga
digestión pudiera comenzar su letargo
invernal.
Foto: Ana Matesanz |
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