Rosario
estaba en la oficina de una empresa de limpieza, necesitaba ese trabajo para
pagar todas las deudas, las medicinas de la hija menor y los estudios de
Tamara, la mayor. Y claro está, poder comer.
Miraba el
papel en el que le preguntaban cosas absurdas como si era hombre o mujer, su
edad o sus anteriores trabajos. Si quería ese empleo debería contestar con una
sola palabra y poner cruces dentro de unos cuadros diminutos.
Empezó a
sudar y el corazón se aceleró. No había conseguido ni el graduado escolar por
su pánico a los test. Los psicotécnicos para sacar el carnet de conducir le
impidieron coger un coche. Pero ahora estaba en juego la supervivencia de su
familia.
La mano que
sujetaba el bolígrafo le comenzó a temblar. En otra mesa una mujer firmaba
sonriente su contrato y Rosario le quitó la tapa al bolígrafo. Le había llegado
dos días atrás una nota de embargo. Antes, Manolo rellenaba todos los
cuestionarios del banco. Pero ahora estaba muerto y la tocaba a Tamara hacerlo,
pero ella estaba en Londres. Marcó una cruz en la casilla de mujer.
El boli se
cayó al suelo, ella lo cogió y escribió a duras penas su nombre. Fue al papel
una gota de sudor. La mujer de la otra mesa tomó su nuevo uniforme y se despidió
hasta el día siguiente. Rosario garabateó su primer apellido.
El último
test que rellenó lo hizo a los catorce años y suspendió. Oyó en la otra mesa el
sueldo que cobraría y ella escribió su segundo apellido, letra a letra.
“¿Qué
empleos ha tenido anteriormente?” Los latidos del corazón eran tan fuertes que
subían el abrigo y la mano se movió convulsivamente por todo el papel,
pintándolo.
Se levantó y
salió de la oficina. Buscaría un empleo en el que no fuera necesario rellenar
ningún test.
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Foto: Ana Matesanz |