domingo, 19 de agosto de 2018

El más pequeño


Quiso el Sol de Agosto nacer un nuevo día sobre el campo de flores grandes como arbustos. En la gran llanura cubierta de girasoles secos, al lado de la cuneta, crecía uno de ellos. Todavía era amarillo y las abejas visitaban a diario sus innumerables flores diminutas. Crecía en un rincón de tierra baldía y ello le había impedido crecer rápido como sus compañeros; siempre había sido el pequeño, el olvidado de los insectos y al que le quitaban el alimento de la tierra.
Pero ahora, los demás habían sucumbido ante el peso de su enorme cabeza llena de pipas, y él era el único que daba un poco de luz al campo seco.
Esa mañana asomó por el camino una cosechadora enorme, ruidosa, y sin más pasó a su lado. Empezó a rodar sobre el terreno, recolectando las pipas que habían dado su razón de ser a los girasoles.
A mediodía, a un lado de la cuneta, un único girasol crecía orgulloso, mostrando al astro rey su cara amarilla. “Ahora soy el más grande y hermoso”.

Foto: Ana Matesanz

viernes, 3 de agosto de 2018

El hijo del silencio


—¡Urania me acabo de enterar de que te has metido en mi terreno! —gritó Euterpe entrando veloz en el templo.
Su hermana, con un gran compás, dibujaba círculos en la arena, en medio de varias lucernas.
—¿De qué hablas?
—¡De Pitágoras! Que ha puesto música a los planetas.
—¡Ah sí! Pero le he inspirado que los llame esferas.
—Me da igual cómo se llamen. La música es cosa mía. Tú dedícate a la astronomía.
—¡Tú no le podías atender porque estabas en el Parnaso con Apolo, tocando la lira y todo lo que hiciese ruido.
—¡Música, estábamos haciendo música!
—Llámalo como quieras Euterpe. Pero si hubieras visto entonces al pobre Pitágoras. Se pasaba todas las noches mirando al cielo y pidiendo silencio. Y yo por más que lo intentaba no conseguía darle ideas —Urania se sacudía la arena que había entre los pliegues del peplos—. Una noche convencí a Urano de que lanzara una estrella fugaz delante de él, a ver si se le ocurría algo. Pero sólo conseguí que se estrellara en el tejado de una casa.
—Ninguna idea tuya es buena Urania. Porque recuerda que ahora todos los griegos piensan que el teorema que Pitágoras robó a los egipcios es suyo.
—Pero qué más da. Fue idea suya el copiarlo y llevarlo a Atenas. Ven a verle y no hagas ruido con tu flautita.
Las dos musas se asomaron al ventanal del templo. Afuera, iluminado por la Luna, el sabio miraba al firmamento salpicado de puntos luminosos. Tenía una mano detrás de la oreja, intentando escuchar algo proveniente de arriba. A su lado una cuerda sujeta a una tabla. Pitágoras tocó la cuerda que sonó en la noche y escuchó el cielo. Volvió a tañer el monocordio y volvió a escuchar. Así varias veces.
—Es feliz —dijo Urania—. Ahora, además del silencio escucha la música de las esferas.
—Que sea la última vez que inspiras música a un matemático —respondió Euterpe—. Esto es cosa mía.
—¡Y yo que culpa tengo de que este hombre sepa de todo!

(a Pitágoras, matemático y músico de la Grecia antigua, se le conocía como el hijo del silencio, por el gran valor que daba al silencio)

Foto: Juan Carlos Martínez y Ana Matesanz