Alfa se asomó a la boca de la guarida, fuera seguía todo
igual: una blanca cortina susurrante que apenas dejaba ver los árboles del
bosque. Miró a los cachorros, ya no tenían bastante con la leche de su madre y
había que salir a cazar para alimentarles. Esta vez lo haría sólo, pues su
compañera, malherida por un jabalí, no estaba en condiciones de acompañarlo.
El lobo salió al exterior, pero la ladera estaba resbaladiza y
caminar por allí era difícil. Las nubes seguían soltando su contenido sobre los
árboles y estos lo dejaban caer sobre Alfa, dejando su pelambrera pegada al
cuerpo, como si acabara de salir del río.
No se veía rastro de vida y finalmente desistió de su empeño.
Debería regresar a la confortable y seca cueva, vacío y hambriento.
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Foto: Juan Carlos Martínez |