lunes, 26 de junio de 2017

¡Fuego...!

Desde tiempos ancestrales, y antes de que los días se comiencen a acortar,  celebramos el poder del Sol en el día más largo del año, en la Noche de San Juan; manifiesta en la luz de las hogueras como símbolo de renovación y purificación. Como el Ave Fénix, que después de quemarse renace de sus cenizas.
El fuego quema lo malo para hacer hueco a lo nuevo. Pero también es la destrucción que hace, que año tras año, los montes sean pasto de las llamas. De ese monstruo que nos hipnotiza en la Noche del Solsticio de verano, y al que pedimos que queme nuestros males, saltando sobre él, dominándolo. Pero cuando las llamas danzan alrededor de nuestras casas y nuestras vidas no son tan mágicas. El chisporreteo de la madera que arde ya no tiene el ritmo de “El amor brujo” de Falla, sino el crujido de la devastación.
El calor sofocante del verano que ha secado hierbas y matorrales quema tanto que se convierte en lenguas gigantes que devoran todo a su paso. Entonces no nos acordamos de la renovación simbólica del fuego, porque las vidas que se pierden ya no se renuevan; el bosque que arde, en la mayor parte de los casos tarda tanto en recuperarse, que las generaciones presentes jamás lo verán como bosque, y en muchos casos no volverá a ser como antes.
El fuego es un monstruo hipnotizador que devora todo a su paso: lo malo y lo bueno, lo antiguo y lo nuevo.

Foto: Ana Matesanz

miércoles, 14 de junio de 2017

Mi estrella

Sigo observando mi trocito de cielo todas las noches. Desde mi privilegiada atalaya en la litera del pasillo central, y a través del agujero del techo que hay cercano a mi cara, poseo la visión más impresionante del firmamento.
Los compañeros del barracón tienen que compartir las estrellas que mudan de lugar. Yo tengo una sólo para mí: la Polar. Pero mi secreto no debe saberse, porque si los nazis se enteran me cambiarán a otro sitio, sin mi estrella.

Foto: Juan Carlos Martínez