Desde tiempos ancestrales, y antes de
que los días se comiencen a acortar, celebramos el poder del Sol en el día más
largo del año, en la Noche de San Juan; manifiesta en la luz de las hogueras
como símbolo de renovación y purificación. Como el Ave Fénix, que después de
quemarse renace de sus cenizas.
El fuego quema lo malo para hacer
hueco a lo nuevo. Pero también es la destrucción que hace, que año tras año,
los montes sean pasto de las llamas. De ese monstruo que nos hipnotiza en la
Noche del Solsticio de verano, y al que pedimos que queme nuestros males,
saltando sobre él, dominándolo. Pero cuando las llamas danzan alrededor de nuestras
casas y nuestras vidas no son tan mágicas. El chisporreteo de la madera que
arde ya no tiene el ritmo de “El amor brujo” de Falla, sino el crujido de la
devastación.
El calor sofocante del verano que ha
secado hierbas y matorrales quema tanto que se convierte en lenguas gigantes
que devoran todo a su paso. Entonces no nos acordamos de la renovación
simbólica del fuego, porque las vidas que se pierden ya no se renuevan; el
bosque que arde, en la mayor parte de los casos tarda tanto en recuperarse, que
las generaciones presentes jamás lo verán como bosque, y en muchos casos no
volverá a ser como antes.
El fuego es un monstruo hipnotizador
que devora todo a su paso: lo malo y lo bueno, lo antiguo y lo nuevo.
Foto: Ana Matesanz |