—Acuérdate
de lanzar mis cenizas al mar —le había dicho en su lecho de muerte.
Pero
¿cómo iba ella a dejar el nicho vacío? Había estado pagando durante gran parte
de su vida el panteón familiar que compraron sus padres. Ahí estaban enterrados
ellos y cuando llegara el momento ese sería su lugar. El sitio de su marido era
allí, en el panteón, esperándola.
No,
ella no lo llevaría al mar; no le dejaría reunirse con la sirena de larga
cabellera dorada con la que le vio en aquella playa.
Foto: Ana Matesanz |